lunes, 8 de agosto de 2011

El guepardo, el águila y la liebre.

- Hoy los protagonistas serán animales – dijo, y comenzó a hablar así:

““Era la sabana más extraña que podrás imaginar. La hierba crecía con un indescriptible color rojizo. Rojos eran también el cielo, el sol, las nubes, y de sangre los arroyos.

Desperté de nuevo al mundo, y mis recuerdos más recientes eran de meses atrás, quién sabe cuántos. Yo no era un guepardo corriente. Había pasado todo ese tiempo sin comer, pero eso no me parecía ya algo anormal. En realidad no lo necesitaba, solía alimentarme de la belleza que me rodeaba. A veces bastaba solo con observar el reflejo de mi pelaje blanco salpicado de hermosas estrellas negras que creaban un cielo de colores invertidos.

Sin embargo, aquél día era diferente. Era el hambre lo que me había despertado, así que esperé a que el sol estuviera en su cénit para buscar una presa. No era casualidad. No había ningún otro animal que se atreviera a cazar en las horas más calurosas en vez de esconderse a la sombra de una acacia a retozar, aunque el hecho de estar en la estación húmeda hacía de esta norma bastante más vulnerable.

En el cielo un águila volaba en una espiral sin aparente finalidad, hasta que quedó suspendida en medio del aire. Mis ojos felinos miraron al punto en que se habían clavado los suyos, y rápidamente vi una liebre corriendo entre los hierbajos. Todos mis músculos se dispararon como un resorte, y por cada zancada que avanzaba clavando mis garras en el terreno saltaba un pequeño chorro de sangre. Finalmente, el animal más veloz del planeta ganó al vuelo del águila orgullosa y le robó la presa.

- A ti también te robarán tu presa – me dijo, y refiriéndose a la liebre añadió – ¡Yo la habría honrado mejor que tú! Soy el señor de los cielos, y ser mi presa habría sido el mejor final para esa liebre. Antes de morir habría podido ver desde la alturas el mundo en el que habita.

No pude replicarle nada. Era ese uno de los motivos por los que había aprendido a no tener que comer, pero a veces el hambre se hacía incontrolable y, como ese día, me despertaba de mi letargo.

¡Márchate! – le gruñí de forma autoritaria, y el águila alzó el vuelo. Miré a la liebre. No estaba muerta, no solía hacer falta matarlas tan rápido. Cuando sabían que el juego había llegado a su fin se entregaban con resignación y sabiduría, sin tratar de escapar.

- No tiene razón -. Era ella, y continuó – Saciaré tu sed y tu hambre de forma que no las volverás a sentir, porque tú no eres como los demás.
- ¿Qué puedes saber tú de cómo soy?
- Todos estos meses los otros animales de la sabana te hemos observado y envidiado. No eres como el resto, no necesitabas cazar para sobrevivir.
- Y sin embargo, aquí estoy, y te has convertido en mi presa. Después de todo sigo siendo un guepardo.
- Ya no necesitarás cazar más.
- No puedes decir eso.
- Sí puedo. Todos los animales cazan, y no se sacian nunca ni nunca se saciarán porque esa no es la voluntad de la presa. A mi me cazaste y yo te admiro, pero porque tú luchaste y conseguiste volverte admirable, por eso yo saciaré tu hambre...””

Y cuando el hombre hubo terminado de contar esto exclamó – ¡Esa sabana de hierba rojiza, con su rojo cielo, su rojo sol, sus rojas nubes y sus arroyos de sangre… Esa sabana, amigos míos, es mi corazón!.


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